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10/01/2025 - Por Pedro Arturo Gómez

Nosferatu: potente devastación absoluta de la realidad

Este Nosferatu vuelve a ser una potencia de devastación absoluta de la realidad, una oscuridad depravada de abismal voracidad.

NOSFERATU

(Roger Eggers, 2024)

La Nosferatu (1922) de Murnau –versión no autorizada, apenas encubierta, del libro Drácula de Bram Stoker- es una obra cumbre del expresionismo cinematográfico alemán. En ella el vampiro, el Conde Orlok, es un ser grotesco y repulsivo, con aspecto de alimaña pesadillesca, encarnación de una reconcentrada fuerza sobrenatural de mal.

Así corporizado, el personaje no es para nada la figura emblemática del refinado aristócrata hematófago, dueño de un poder de mórbida seducción, que el cine consolidó sobre los modelos del Drácula de Bela Lugosi en el film de Tod Browning (1931) y el de Christopher Lee de la productora Hammer (desde fines de los años ’50 y hasta los ’70), patrón reescrito por el barroquismo de Francis Ford Coppola en su desaforada película de 1992. Pero esta estampa vampírica también tiene sus cimientos literarios en la novela original de Stoker y en el Lord Ruthven del relato “El vampiro” (1819), de John William Polidori, prototipo del chupasangre romántico.

Tras la estupenda remake de Werner Herzog de 1979, que acentúa en el escenario gótico los tintes de romanticismo trágico y desolación existencial - con un Klaus Kinski recortado en su apariencia sobre el molde del Nosferatu original- Eggers retoma las huellas de Murnau y catapulta la historia hacia una dimensión superlativa de forma y contenido, impulsada por la meticulosa grandilocuencia estética característica del director de La bruja (2015).

Este Nosferatu vuelve a ser una potencia de devastación absoluta de la realidad, una oscuridad depravada de abismal voracidad. “Soy un apetito, no otra cosa” dice el Conde Orlok de Bill Skarsgård, con una voz que se siente como un gorgoteo envolvente, producto de un prodigioso tratamiento del sonido que hace de la succión de la sangre un torrente sonoro de insidiosa obscenidad.

Estos efectos acústicos se corresponden con el aspecto del vampiro que se ve –de manera escamoteada- como un cadáver viviente en constante estado de putrefacción, trazado sobre la fisonomía del Vlad Teples histórico, cruento príncipe de Valaquia, y del conde transilvano descripto en la ficción novelesca por Bram Stoker. Incrustadas en el minucioso virtuosismo de la puesta en escena –incluida una fotografía de brumoso esplendor- las actuaciones alcanzan un volumen portentoso, en particular la de Lily-Rose Depp en una caracterización febril que remite en lo fisonómico a la Isabelle Adjani del film de Herzog, pero también a la de Una mujer poseída (Andrzej Zulawski, 1983) en su pavorosa tour de force corporal, presa del frenesí de un erotismo macabro. Acompañan con precisión la pasmada inocencia del personaje que interpreta Nicholas Hoult y el histrionismo desatado de Willem Dafoe.

De a ratos el subrayado musical del compositor Robin Carolan se hace abrumador y ciertas potencialidades dramáticas resultan desaprovechadas (la del viaje del navío Démeter, por ejemplo), pero se impone la creatividad visual de ciertas operaciones de enlace entre secuencias y el caudaloso flujo narrativo, cualidades que reivindican al realizador después de su aparatoso traspié con El hombre del norte (2022).

Portador descomunal de una peste que arrasa, este Nosferatu se hace ver como el vampiro ideal para el actual proceso de des-civilización (post-verdad, discursos de odio, políticas de la crueldad...) desencadenado por la crisis del COVID-19.

Pedro Arturo Gómez 


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